Bigand, mayo 31 de 2009
Cuando el almanaque nos tira a la cara una fecha, reaccionamos, damos vuelta la cabeza y -ya lo dijo Serrat- ahí está el camino que no vamos a repetir; entonces una tibia nostalgia se apodera del alma.
Recuerdo mucho de mi pueblo, claro, pero si he de nombrar una figura, esa es la de sus calles, las calles de tierra, abovedadas.
Corría, iba en bicicleta… lo que más me atraía eran las cunetas, sus puentes de ladrillo; los caños húmedos y oscuros desde donde las ranas se asomaban a echar un vistazo. Por supuesto la lluvia las volvía intransitables y, en las tardes de verano, una nube de mariposas era sembrada por el regador. De noche, la lámpara de la esquina, brillando y el baile de las sombras proyectadas.
Fui muy feliz en este pueblo. Lo fui sin saber que lo era.
En esos años desconocía la intima lujuria con que iba a abrazarme el ajedréz, y cuando veía a mi abuelo, inclinado sobre un tablero, descifrando los problemas de La Nación, solo me figuraba a un viejo hosco y callado, encerrado en su lejano y lento mundo.
Como a tantas otras personas queridas, no lo tengo ahora para decirle que lo entiendo, que tenía razón en achicar los ojos para escudriñar los secretos de nuestro amado juego. Ya haré yo lo mismo, si el tiempo me da vida. Quién dice que algún nieto tampoco me comprenda. Ojala.
Ojala el ajedréz nos acompañe siempre y nos divierta en amistad com-partida.
Sergio Galarza
No hay comentarios.:
Publicar un comentario